Sucedió que un joven pescador atrapó con sus redes a una sirena a la que dejó volver al mar con la condición de que, a su llamado, cantara una canción para que los peces acudieran a sus redes. Entonaba ella todas las tardes sus canciones que hablaban de las colosales ballenas o de los argonautas o de los pulpos que mueven sus múltiples brazos negros, y los peces acudían a la superficie del mar y llenaban las redes del pescador. Pero la fascinación de la sirena no obraba solamente en los peces sino también en el pescador, que no pudo resistirse a su encanto. El joven pescador escuchaba extasiado a la sirena y, embrujado por su voz, descuidó su pesca por pensar en ella. Comprendió entonces que estaba enamorado y quiso por esposa a la sirena. Ante tal proposición, la sirena mueve la cabeza y esboza su rechazo porque ¿cómo podría casarse con alguien que tenía un alma? ¿cómo sería el alma del joven? De lo que estaba segura la pequeña sirena es que, a causa del alma, el joven era distinto de ella. Si la quería era necesario que se desprendiese de su alma.
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