El escritor Bruno Schulz (Drohobycz 1892-1942) murió dos veces. La primera, a manos de un miembro de la Gestapo durante la ocupación nazi de Polonia; la segunda, cuando su pueblo natal, Drohobycz, del que nunca se separó ni física ni espiritualmente, pasó a formar parte de la Unión Soviética y su obra -la que no desapareció en la guerra- fue proscrita por las autoridades literarias comunistas. Volvió a la vida en los años sesenta, cuando Artur Sandauer-que, al tiempo que otro contemporáneo de Schulz, Jerzy Ficowski, se dedicó a recuperar la obra sobreviviente- consiguió llamar la atención de un editor francés. A uno y otro les debemos hoy el conocimiento de un artista excepcional. Schulz es un escritor difícil aún hoy. Su escritura -como la de sus contemporáneos y amigos Gombrowicz y Witkiewicz- es deudora de las vanguardias de principios del siglo XX, pero ofrece una personalidad muy acusada porque cuando uno lo lee cree estar leyendo a una especie de visionario. Me explicaré: Schulz es un escritor extraordinariamente sensitivo que, sin embargo, trabaja con la mirada, esto es, con el conocimiento de las cosas por medio de la distancia, de la perspectiva. Esta aparente contradicción se resuelve por medio de un esplendoroso trabajo de la imaginación que, convertida en lenguaje, otorga a su escritura una peculiar sensualidad transmutada en visión o ensueño. Y esto es así porque el compromiso entre realidad e imaginación lo resuelve concediendo a la primera una dimensión temporal y a la segunda una dimensión espacial.
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