El 30 de diciembre de 1980 cambió para siempre la vida de José Antonio Gurriarán. Mientras paseaba por el centro de Madrid una bomba explotó en la Gran Vía. Como buen periodista acudió a la cabina más cercana para pedir un fotógrafo. La segunda bomba detonó justo a su lado destrozándole las piernas. El atentado fue provocado por el Ejército Secreto para la Liberación de Armenia. Pero Gurriarán no buscó venganza, ni siquiera justicia, sólo quería entender. Se empapó de la historia del país, de sus reivindicaciones y del horrible genocidio que sufrieron y para el que pedían reconocimiento oficial. Fue más allá, movió cielo y tierra hasta que conoció a aquellos que le han dejado unas secuelas físicas que todavía arrastra. Cuando les tuvo delante les miró a los ojos y les regaló una obra de Martin Luther King.
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